Lo importante no es cómo llegas a este mundo, tampoco cómo es la forma en que lo abandonas. La aleatoriedad de este universo es accidentalmente cruel, a veces demasiado, poco justa y desigual en los merecimientos que cada uno se labra a lo largo de su vida. Es por eso, que lo importante fue cómo viviste. Y ese es el profundo legado que papá me dejó.
Ha pasado justo un año. Y sigo como si no me hubiera enterado aún de que ya no está. Eso sí, lo echo de menos, tanto que me pierdo preguntándome en qué unidad de medida se mesura eso de echar de menos a los seres que nunca volverán. Papá sigue siendo inmortal, sigue existiendo en un recuerdo que late perpetuo y reciente en quienes somos su familia. Permanece un recuerdo que le hace seguir vivo en mi cabeza, porque nos dejó su pensamiento pragmático, su juicio justo sobre todas las cosas, su inquietud constante por saber más de lo que sabía ayer, la sencillez de su síntesis filosófica con la que entendía la vida, la exactitud de los términos elegidos por su adecuado significado, la claridad para expresarse como la de sus intensos ojos azules, la ética y la dignidad de todos los seres, inclinado, como lo soy yo ahora, hacía el lado defensor de los que menos tienen, los más desfavorecidos y desprotegidos de la sociedad, los trabajadores. Y de él heredé su conciencia de clase obrera, de firme pensamiento de izquierda, no desde el arribismo sino desde la conclusión de las cuestiones políticas vista desde el escalafón del trabajador.
Por todo esto y más, papá es inmortal, como dijera Milan Kundera. Inmortal a través de lo que en su vida dio y que ahora se proyecta canalizado por la mía. Su estantería llena de libros sobre filosofía, literatura, derecho laboral y constitucional es hoy el testimonio de un hombre que se formó a sí mismo al ver interrumpidos sus estudios de bachiller por la necesidad de trabajar para alimentar a su familia.
Papá quería ser profesor. Qué gracia, ¿acaso no lo fue? Él no daba discursos, ni en público ni en privado. Leía, escribía, no alardeaba de bocas ni por asomo. Era de esos que se mantenía en silencio, hasta que intervenía mostrando sus ideas con la seguridad de basarse sobre los pilares de los hechos, la irrefutable solidez de lo definido científicamente y con cierto recital prosaico. Papá era de esos que hablaba desde la sabiduría de haber leído. Era de esos que clavaba la reflexión en lo político, de los que cuando terminaba provocaba sin querer dos o tres segundos de silencio entre los oyentes mientras asimilaban lo que acababa de decir.
Su ética le hacía capaz de guardar silencio con paciencia lo irrisorio de cualquier adversario. Sí, él era capaz de respetar a sus adversarios. Tenía la seguridad de que su contestación tumbaba los discursos basados en la naderías, las ideas poco fundamentadas y el vocerío de tono elevado. La dignidad era esa otra cualidad suya que siempre llevó como ejemplo y que le sirvió de lanza para combatir desde su pertenencia sindical y activista los derechos coartados de los trabajadores cuyo fin de los mismos, tenía como plenitud de justicia e igualdad, que estos tuviesen eso, tan sencilla como titánica, la Dignidad.
Papá nos enseñó con el ejemplo, nunca impuso una creencia ni un pensamiento adoctrinado sobre mí. Dejaba que sus hijos formáramos nuestros propios pensamientos, nuestras ideas, nuestros valores y nuestro sentido del principio. Nos dio una vida con pan, que nunca faltó, y nos dio libertad. Nunca fuimos sometidos. Nunca nos dio un bienestar de avaricia y ambición, sino la humildad de lo más básico para tener una vida decente.
Es por él y por mi madre, trabajando desde niños, que a veces pienso cómo en su juventud tener 18 años era ser un hombre y en cambio ahora es ser un chavalín. Su vida fue tres veces más dura que la mía, empezó a trabajar a una edad mucho más temprana que la mía. Su entereza juvenil es la felicidad de mis días. Cómo puedo ser yo menos que él, me pregunto a menudo cuando atravieso una baja escalada en cualquier ámbito de mi vida.
Él tampoco era perfecto. Como todo padre tenía sus defectos, naturalmente soportables. No por ello pierde el aprecio que todos los hijos cultivamos hacia a ellos los años que vivimos juntos.
Se fue muy pronto. Setenta y seis años es una edad joven para marcharse. Desde su merecida jubilación caminaba kilómetros todos los días para ganar una vejez saludable. Era fuerte, en eso y en los momentos que en su salud le pasó algunas facturas. Eso también fue otro ejemplo. Siempre me apoyó sin condiciones en todas las ocasiones que me fui de casa, Barcelona, Madrid, Londres, de nuevo Madrid..., le importaba el bien de su hijo aunque lejano por encima de la comodidad de tenerme cerca.
En los últimos años bromeaba con media sonrisa, comentando que le quedaban dos telediarios, y aunque no me gustara la broma era su forma de restar drama a lo que es irremediablemente venidero, que siempre miraba de cara y nunca de soslayo. Nunca quise pensar en ese día. Pero ese día llegó y me pilló a contratiempo. Lo encajé mal. Papá enfermó y el pronóstico se inclinó por el peor de los posibles. Algo que él ya había vivido años atrás en la piel de otro hijo, mi hermano. Decidió mantener con la misma entereza que abanderó durante toda la vida, el final de su paso por esta tierra. Decidió no volcar un gramo de tragedia más que la que se podía dejarse ver por su estado, sobre los que estuvimos con él, y muy a mi pesar mi apurada llegada al hospital por vivir a unos cientos kilómetros de distancia.
Se marchó acompañado de los suyos, nosotros. Resistió lo que pudo sin tener que demostrarnos nada más de lo que ya había hecho durante setenta y seis años. Su cuerpo que tantos años había labrado jornadas de un empleo precoz, su cabeza formada en la lectura incesante, su corazón que había cruzado la dureza de la pérdida, y también cómo no, la vibrante emoción ser abuelo y padre con orgullo, estaba cansado.
Hace hoy un año exacto, un nueve de Julio, que estuvimos con él cuando ya no pudo más. Estuvimos rodeándole, con una mano posada sobre su pecho, era el último nexo que nos quedaba para estar en contacto con él, sintiendo en nuestras palmas el pálpito ralentizado de su corazón que aún bombeaba su vida, hasta que este dio el último latido.
Fue un hombre bueno, enemigo de la mentira y delator de falsos discursos. Para mí fue un embajador raso que luchaba por su colectivo desde la altura de sus iguales, sin distinciones de traje ni estrados tóxicos, sin la ambición de premios más allá de la mera obtención de lo ganado por lo trabajado.
Es por eso que él trasciende a su muerte a través de sus seres. Eso por eso que hoy soy mi padre, y él es inmortal. Yo creo que no merece hoy un recuerdo triste y ajado. Hoy, a pesar de ese rastro de azufre que me trae este aniversario, me niego a vivirlo con la pena agachando mi cabeza, que para algo él también se esforzó en enseñarme a levantarla. Así que le recordaré con su imborrable sonrisa que mostraba cuando yo aparecía con mis maletas por casa.
Ha pasado justo un año. Y sigo como si no me hubiera enterado aún de que ya no está. Eso sí, lo echo de menos, tanto que me pierdo preguntándome en qué unidad de medida se mesura eso de echar de menos a los seres que nunca volverán. Papá sigue siendo inmortal, sigue existiendo en un recuerdo que late perpetuo y reciente en quienes somos su familia. Permanece un recuerdo que le hace seguir vivo en mi cabeza, porque nos dejó su pensamiento pragmático, su juicio justo sobre todas las cosas, su inquietud constante por saber más de lo que sabía ayer, la sencillez de su síntesis filosófica con la que entendía la vida, la exactitud de los términos elegidos por su adecuado significado, la claridad para expresarse como la de sus intensos ojos azules, la ética y la dignidad de todos los seres, inclinado, como lo soy yo ahora, hacía el lado defensor de los que menos tienen, los más desfavorecidos y desprotegidos de la sociedad, los trabajadores. Y de él heredé su conciencia de clase obrera, de firme pensamiento de izquierda, no desde el arribismo sino desde la conclusión de las cuestiones políticas vista desde el escalafón del trabajador.
Por todo esto y más, papá es inmortal, como dijera Milan Kundera. Inmortal a través de lo que en su vida dio y que ahora se proyecta canalizado por la mía. Su estantería llena de libros sobre filosofía, literatura, derecho laboral y constitucional es hoy el testimonio de un hombre que se formó a sí mismo al ver interrumpidos sus estudios de bachiller por la necesidad de trabajar para alimentar a su familia.
Papá quería ser profesor. Qué gracia, ¿acaso no lo fue? Él no daba discursos, ni en público ni en privado. Leía, escribía, no alardeaba de bocas ni por asomo. Era de esos que se mantenía en silencio, hasta que intervenía mostrando sus ideas con la seguridad de basarse sobre los pilares de los hechos, la irrefutable solidez de lo definido científicamente y con cierto recital prosaico. Papá era de esos que hablaba desde la sabiduría de haber leído. Era de esos que clavaba la reflexión en lo político, de los que cuando terminaba provocaba sin querer dos o tres segundos de silencio entre los oyentes mientras asimilaban lo que acababa de decir.
Antonio Velázquez Freire, 2001. Le hice esta foto el día de la boda de mi hermana.
Su ética le hacía capaz de guardar silencio con paciencia lo irrisorio de cualquier adversario. Sí, él era capaz de respetar a sus adversarios. Tenía la seguridad de que su contestación tumbaba los discursos basados en la naderías, las ideas poco fundamentadas y el vocerío de tono elevado. La dignidad era esa otra cualidad suya que siempre llevó como ejemplo y que le sirvió de lanza para combatir desde su pertenencia sindical y activista los derechos coartados de los trabajadores cuyo fin de los mismos, tenía como plenitud de justicia e igualdad, que estos tuviesen eso, tan sencilla como titánica, la Dignidad.
Papá nos enseñó con el ejemplo, nunca impuso una creencia ni un pensamiento adoctrinado sobre mí. Dejaba que sus hijos formáramos nuestros propios pensamientos, nuestras ideas, nuestros valores y nuestro sentido del principio. Nos dio una vida con pan, que nunca faltó, y nos dio libertad. Nunca fuimos sometidos. Nunca nos dio un bienestar de avaricia y ambición, sino la humildad de lo más básico para tener una vida decente.
Es por él y por mi madre, trabajando desde niños, que a veces pienso cómo en su juventud tener 18 años era ser un hombre y en cambio ahora es ser un chavalín. Su vida fue tres veces más dura que la mía, empezó a trabajar a una edad mucho más temprana que la mía. Su entereza juvenil es la felicidad de mis días. Cómo puedo ser yo menos que él, me pregunto a menudo cuando atravieso una baja escalada en cualquier ámbito de mi vida.
Él tampoco era perfecto. Como todo padre tenía sus defectos, naturalmente soportables. No por ello pierde el aprecio que todos los hijos cultivamos hacia a ellos los años que vivimos juntos.
Se fue muy pronto. Setenta y seis años es una edad joven para marcharse. Desde su merecida jubilación caminaba kilómetros todos los días para ganar una vejez saludable. Era fuerte, en eso y en los momentos que en su salud le pasó algunas facturas. Eso también fue otro ejemplo. Siempre me apoyó sin condiciones en todas las ocasiones que me fui de casa, Barcelona, Madrid, Londres, de nuevo Madrid..., le importaba el bien de su hijo aunque lejano por encima de la comodidad de tenerme cerca.
En los últimos años bromeaba con media sonrisa, comentando que le quedaban dos telediarios, y aunque no me gustara la broma era su forma de restar drama a lo que es irremediablemente venidero, que siempre miraba de cara y nunca de soslayo. Nunca quise pensar en ese día. Pero ese día llegó y me pilló a contratiempo. Lo encajé mal. Papá enfermó y el pronóstico se inclinó por el peor de los posibles. Algo que él ya había vivido años atrás en la piel de otro hijo, mi hermano. Decidió mantener con la misma entereza que abanderó durante toda la vida, el final de su paso por esta tierra. Decidió no volcar un gramo de tragedia más que la que se podía dejarse ver por su estado, sobre los que estuvimos con él, y muy a mi pesar mi apurada llegada al hospital por vivir a unos cientos kilómetros de distancia.
Se marchó acompañado de los suyos, nosotros. Resistió lo que pudo sin tener que demostrarnos nada más de lo que ya había hecho durante setenta y seis años. Su cuerpo que tantos años había labrado jornadas de un empleo precoz, su cabeza formada en la lectura incesante, su corazón que había cruzado la dureza de la pérdida, y también cómo no, la vibrante emoción ser abuelo y padre con orgullo, estaba cansado.
Hace hoy un año exacto, un nueve de Julio, que estuvimos con él cuando ya no pudo más. Estuvimos rodeándole, con una mano posada sobre su pecho, era el último nexo que nos quedaba para estar en contacto con él, sintiendo en nuestras palmas el pálpito ralentizado de su corazón que aún bombeaba su vida, hasta que este dio el último latido.
Fue un hombre bueno, enemigo de la mentira y delator de falsos discursos. Para mí fue un embajador raso que luchaba por su colectivo desde la altura de sus iguales, sin distinciones de traje ni estrados tóxicos, sin la ambición de premios más allá de la mera obtención de lo ganado por lo trabajado.
Es por eso que él trasciende a su muerte a través de sus seres. Eso por eso que hoy soy mi padre, y él es inmortal. Yo creo que no merece hoy un recuerdo triste y ajado. Hoy, a pesar de ese rastro de azufre que me trae este aniversario, me niego a vivirlo con la pena agachando mi cabeza, que para algo él también se esforzó en enseñarme a levantarla. Así que le recordaré con su imborrable sonrisa que mostraba cuando yo aparecía con mis maletas por casa.